martes, 21 de junio de 2016

Historia viva: primer semestre de 2016

A mediados de 2016, Venezuela se había convertido en un lugar tan inverosímil que algunos fabricantes cambiaban el nombre del género (no las marcas que habían dejado de tener importancia años antes). El champú ahora se llamaba Pre-tratamiento para evadir el control de precios, porque un litro de champú tenía que costar menos de 100 Bolívares mientras que el Pre-tratamiento se conseguía por casi dos mil o el precio necesario para lograr una comercialización rentable.

Otro producto emblemático, que reflejaba como la planificación chavista castigaba a la gente, eran los huevos de gallina. En sólo un año, el precio se había multiplicado por más de diez, pasando de 10 Bolívares a 100, aunque seguía siendo la proteína más accesible y disponible. En medio de aquella escalada y justo un poco antes de las elecciones legislativas de finales de 2015, el gobierno decretó que el precio tenía que ser de 15 Bolívares por unidad e, inmediatamente, se esfumaron de la misma manera en que luego lo hizo la mayoría chavista en el parlamento.

En aquellas elecciones, la mayoría opositora se hizo absoluta. El chavismo, como ya lo había hecho antes al perder otras elecciones, desechaba la voluntad popular, en este caso, con el apoyo genuflexo del máximo tribunal del país (el TSJ) que no escatimaría en sentencias parcializadas para neutralizar cualquier iniciativa no oficial por auditar, controlar o legislar de acuerdo con las promesas electorales con las que la oposición había ganado el apoyo popular.

La MUD, sabiéndose neutralizada por el TSJ, organizó el derecho constitucional a revocar al gobierno que había pasado el Ecuador de un acontecido periodo. A pesar de que las principales encuestas indicaban que entre el 70 y 80% de la población apoyaba la activación de tal plebiscito, el poder del chavismo en el CNE hacía diligentes pero infértiles esfuerzos de dudosa transparencia para demorar el conteo del inicial 1% que es necesario para pedir un segundo conteo de al menos un 20% del padrón que activa finalmente el referendo revocatorio. Todo un triatlón electoral. Una semana antes de concluir ese primer semestre, se lograba la meta inicial pero faltaba saber si en la segunda mitad del año se votaría por revocar al gobierno en pleno o si en 2017, se intentaría revocar sólo al Presidente.

El gobierno creía que subsidiaba la cesta básica de alimentos y medicinas destinando para ello hasta el 90% de las mermadas y mal administradas divisas del país (el precio de petróleo había caído un 60%), sin embargo, tener acceso a tales productos era un calvario cada día más alto. La diferencia entre los precios controlados y los que algunos estaban dispuestos a pagar, era de más de 15 veces y por ello se había generado la tristemente célebre ocupación de bachaquero, con múltiples especialidades, que aunque generaba una clase social que convertía la crisis en oportunidad, echaba por tierra las supuestas bondades de aquellos ineficientes subsidios.

El gobierno, continuando con su afán de controlar los controles de los controles y pensando en combatir a estos informales que su propia terquedad y miopía habían engendrado, cambiaba la distribución de los alimentos subsidiados por una iniciativa que se conoció con el acrónimo de CLAP (que en inglés es una forma coloquial de nombrar a una enfermedad venérea) y que consiste en la venta y despacho directo y mensual de una bolsa con un kit de harina, arroz, aceite y algo más. El programa fue delegado en miles de grupos locales de vecinos, aunque cada uno incluía a partidarios del PSUV, perfumando con un tufo a soviet, tan delicada distribución. Hasta un gobernador chavista, el de Nueva Esparta, declaró a todo pulmón que quien firmase a favor del revocatorio no recibiría las ayudas del “estado”.

Mientras el tipo de cambio para lo básico era de 10 Bolívares, un ministro bastante solitario y hasta entonces aparentemente poderoso, Miguel Pérez Abad, había dejado que el tipo de cambio secundario pasara en sólo tres meses de 200 a más de 600 Bolívares para intentar frenar al cambio paralelo que había estado alimentando la inflación que alcanzaba sus máximos históricos e, incluso, hacía de la economía de Venezuela, una de las peores del planeta. También había ajustado el precio de los productos controlados y el de la gasolina, que mantenía los ridículos precios del siglo pasado. 

Y como si todo este panorama no fuese suficiente, una pésima gestión del sistema eléctrico (que había sido totalmente estatizado hacía 10 años), alcanzó, hasta entonces, el clímax de una crisis energética que aunque comenzó en 2010 y había recibido miles de millones de dólares de inversión pública, necesitó racionar por varios meses el servicio durante al menos cuatro horas diarias, redujo los horarios de millones de funcionarios a dos días por semana y le quitó el viernes a las semanas de clase, para evitar que el país se apagara por completo. Concluyendo este primer semestre, lo más grave había pasado y el embalse de la principal generadora hidro-eléctrica del país, subía mientras los recortes y restricciones comenzaban a flexibilizarse.

Finalmente, como no podía ser de otra manera, la salud venezolana también vivía los peores días de aquellas décadas. La escasez de insumos y medicamentos llegaba al 90% como consecuencia de las deudas que se mantenían con los proveedores. Esto, aunado a la inseguridad ciudadana, que llenaban las morgues con decenas de asesinados cada día, terminaban de configurar una patética gráfica: 30 millones de personas sobreviviendo a duras penas a una guerra que las entrañas chavistas habían desatado por acción y por omisión.  

En las redes sociales y en cientos de medios de comunicación de América y Europa, Venezuela ofrecía titulares emocionantes y cansinos por igual. La crisis era discutida en asambleas, congresos y entre decenas de actores internacionales que presionaban por encauzar la crisis con herramientas de negociación. Se exhortaba al diálogo político entre las partes para evitar un descarrilamiento definitivo del precario orden y para detener el avance de una crisis que comenzaba a tener la dolorosa etiqueta de humanitaria.

Así comenzaba a despedirse el 2016. Vendría el cierre de aquel trascendental año en el que habría de dilucidarse si el chavismo seguiría resistiendo el pulso de millones de venezolanos en oposición o si ocurriría un cambio pacífico y democrático que buscase un tercer Presidente para terminar aquel periodo, el más accidentado de los 60 años precedentes, marcado por la reelección, la agonía y muerte de Chávez, la controversial elección de Maduro y la más cruel crisis que recuerden aquellas generaciones que, o emigraban o, se sometían a las más inverosímiles y agónicas piruetas hasta para comprar un Champú.

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