Para todos los que aun viven en Venezuela y que caminan las calles, no habrá ninguna novedad en los siguientes párrafos, así que lo escribí para los que dejaron la ciudad en los últimos años o para los que ya no la caminan. Como Yang, también escribí otra nota, con algunos detalles cotidianos que aun siguen haciendo de Caracas, un sitio especial.
¿Qué veo?
- Veo aceras sucias, que las barren de cuando en cuando, que huelen mal y que están plagadas de las urgencias de los perros pero también de las de sus dueños, los que viven en la calle y que se reconocen porque atraen más moscas grandes y verdes.
- Veo y desvío montones de bolsas y bolsitas de basura, de portal en portal, colocadas en el camino y sueltas porque casi toda la ciudad carece de contenedores. Antes esperaban al camión cerradas, pero ahora son minas para uno, para cinco o para diez que se alegran cuando descubren algo que se pueda comer o cocinar, cuando descubren un viejo par de zapatos que puede seguir andando un poco más o una franela más limpia que la puesta. En una ocasión vi a uno de estos mineros del hambre, disputando los huesos de un pollo en brasas con un perro (esa vez ganó el humano).
- Si es viernes, veo a 20 o 30 ancianos muy acabados, esperando desde las 6am hasta el mediodía, por un almuerzo que les servirá una iglesia. Están sentados en el piso, hablando, compartiendo un periódico y esperando seis horas sin abandonar el turno para su comida más caliente y completa de toda la semana.
- Veo, frente a algunos comercios, motocicletas estacionadas sobre la acera, que al impedir el paso, obligan a caminar por la calle para bordearlas. Sus dueños han aprendido a dejarlas a la vista mientras hacen su diligencia. Si las estacionaran donde no estorben, seguramente no las volverían a ver.
- Veo comercios cerrados o que cambiaron de ramo y los que siguen abiertos son tan pobres y de vitrinas tan magras, que sólo muestran las repisas con 2 o 3 productos mal puestos, dentro de locales desgastados y aburridos y que con frecuencia cuelgan carteles improvisados, escritos en la tapa de una caja de cartón, para avisar que “No funciona el punto de venta. Sólo efectivo”
- Veo una fila de 20 personas en cada cajero automático, esperando para retirar cinco mil Bolívares en billetes. Si no hay fila, es porque el cajero no funciona. Los que viven en las afueras (Guatire, Guarenas o La Guaira) y tienen que pagar el autobús de ida y de vuelta en efectivo, harán 2 o 3 colas como esa cada día y han tomado la precaución de mantener cuentas en dos o tres bancos para poder retirar los cinco mil diarios de cada una.
- Veo unas 80 personas amontonadas frente a un abasto, más mujeres que hombres, discutiendo, tratando de armar y desarmar el orden de una fila para comprar. Se gritan, se insultan y se amenazan esperando detrás de la reja que bloquea la entrada al comercio. Con suerte, un día cualquiera de algunas semanas, llegará algún producto regulado. Ese día sólo pocos comprarán a través de la reja, en efectivo y sin bolsa. Los afortunados salen a comprar (¿cazar?) en pareja: mientras uno hace la cola, el otro espera con un bolso en el que irán guardando la mercancía. Esas personas no son vecinos de la zona, vienen de los barrios más pobres. Unos mayores, otros más jóvenes y agresivos. Los primeros buscando para comer y los otros comprando para revender. Estos últimos son la nueva casta del comercio informal venezolano: los bachaqueros.
- Justo al lado de ese comercio, veo otra fila perenne de unas diez personas frente a una taquilla pequeñita. Se trata de una de las modas del 2017: “los animalitos”. Es la re-edición de una vieja lotería de pueblo, en la que en cada jugada (y hay como 5 o 6 cada día), se puede apostar entre 32 animales de una ruleta. Cuando se acierta, pagan 300.000 bolívares por cada 1.000 que se apuestan y como dicen los apostadores, “con 1.000 no se compra nada pero 300.000 te salvan la semana”. Lo difícil es limitarse a gastar solo mil por semana, aunque te ganes los trescientos de vez en cuando, porque en cada apuesta hay una oportunidad de 32 para ganar, pero hay 31 para perder.
- Veo moto-taxistas con chalecos desteñidos y sucios a los que se les borró buena parte del nombre de la cooperativa que los mandó a confeccionar o grabar en 2010. Llevan siempre dos cascos sucios y viejos que recuerdan aquella expresión de “más esperolao que pocillo e´loco”
- Veo mujeres que en 2 minutos de conversación se dicen “marica” unas treinta veces. Son las hijas y las nietas de las que se decían “mana” y “comadre”. En Caracas ya sólo se habla malandro.
- Veo carros accidentados, uno o dos por kilómetro. Inclinado sobre el motor, veo al dueño haciendo la magia que ha aprendido en los últimos años para seguir rodando un día más
- Veo filas enormes en las paradas esperando por una buseta vieja y destartalada que parece que nunca llega. Veo que algunos, que cada día son más, desisten y se van andando.
- Veo la entrada a una estación del Metro, esas que hace 35 años nos hacían creer que estábamos caminando al desarrollo. Veo buhoneros que ofrecen café y cigarros, hasta cinco a la vez y que vocean sin parar y a todo pulmón la letanía del “Cafeeeeé… café y cigarros”. A un lado de la entrada, en una esquinita, uno de los vendedores se arrincona para mear.
- Veo una estación bastante sucia aunque la barren varias veces al día, caliente como buen sótano de trópico porque el aire acondicionado dejó de funcionar hace años, con trozos de pared que han perdido las baldosas y muestran un friso que se secó en 1980. En la taquilla no hay nadie. La entrada es franca. En ésta, ya no es necesario comprar boleto para viajar.
- Veo buhoneros y mendigos, uno tras otro, que atraviesan el tren repleto de pasajeros, incluso en sillas de ruedas. Unos vendiendo y otros pidiendo, todos bendiciendo (o amenazando entre líneas) y veo a muchos más pasajeros que lo que cabría suponer, comprando y ayudando con “lo que pueda”, sin importar que la mujer de los parlantes se esté quedando afónica de tanto exhortar a que no se les apoye, incluso advirtiendo que el dinero terminará en el negocio de la droga. Remata el exhorto con un “El cambio está en ti” que muy pocos quieren o pueden entender.
- Veo caras largas, de gente que por ir sola y pensativa, luce triste, preocupada o asustada, y son más largas las de las pieles más arrugadas. Cuando veo a un grupo de jóvenes, la camaradería y el buen humor del venezolano siguen allí, aparentemente intactos.
- Veo mujeres que debieron haber vuelto a teñir sus cabellos hace 3 meses.
- Veo trabajadores calzando zapatos de dos pares diferentes y veo dos viejos conocidos que se saludan. Cuando el primero le dice “buenos días, mi comandante” el otro le responde “comandante el coñoetumadre”, “el chavista eres tú y, además, loco porque te gusta pagar un café grande en 10 mil y un kilo´e queso en 100 mil”
- Al llegar a la estación de Chacao, veo a un grupo de niños y de adolescentes de la calle, descalzos, llenos de cicatrices de la cabeza a los pies y sin bañarse desde hace por lo menos una semana, reuniendo sobre un banco unos tomates casi podridos, una rama de perejil y una docena de ajíes dulces para la sopa de más tarde. Los más pequeños, de menos de diez años, juegan con dos perros mestizos que son los guardianes de un edificio público que quedó a medio construir. Ahora es un improvisado depósito oficial y la extensión del estacionamiento de un ministerio que queda cerca de allí
- También veo a una pareja que vive en la estación desde hace 6 meses. Deben tener treinta y muy pocos y junto a otras parejas duermen y viven bajo el techo de una de las entradas. Ella está embarazada y va a parir en diciembre. Ya tienen una niña de 2 años, hermosa y extrovertida, de rulos rubios recogidos por dos colitas rojas combinadas con los zapaticos. La niña baila al ritmo de un tambor que suena en un ensayo de la escuela que está detrás de la estación. Algunos nos detenemos a verla balancearse aunque ella no se dé cuenta y cuando para el tambor, se queda en vilo por unos segundos, se voltea hacia la mamá y le dice con una sonrisa y poniendo sus manitos en la cintura, “sha cabó”.
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