jueves, 9 de febrero de 2017

Nuestra adicción al petróleo


En 1992, hace ya 25 febreros, un sector de la izquierda venezolana, usando a las Fuerzas Armadas, intentó derrocar sin éxito al gobierno de CAP. Luego, en 1998, el mismo grupo, usó entonces a la democracia y sus libertades, para lograr una importante mayoría electoral y comenzó a controlar los destinos del país.

Cuarenta años antes, después de finalizada la dictadura de Pérez Jiménez (1948-1958), que había sometido tanto a los demócratas como a los comunistas, los partidos AD y COPEI ganaron elecciones y protagonizaron una seguidilla de cuatro gobiernos civiles que fueron referentes para el continente y para el mundo.

Los cuatro gobiernos, de Betancourt, Leoni, Caldera y de CAP, hasta 1979, protagonizaron una etapa de estabilidad, libertades, inclusión, crecimiento y desarrollo. Controlaron y dejaron de temer a los militares golpistas y a los guerrilleros comunistas y regaron el país con salud, educación y progreso, e incluso, ayudaron a que algunos vecinos de la región, también comenzaran a disfrutar de la democracia.

Más atrás, hace un siglo, otra dictadura cuando el país tenía una pequeña y pobre economía, a través de empresas norteamericanas, comenzó a explorar, producir y exportar petróleo y, al cabo de pocos años llegamos a ser unos de los productores y exportadores más grandes del planeta, y logramos crecer como nunca antes. Desde entonces, nuestra economía ha estado basada en el negocio petrolero, que estando en manos del estado, ha facilitado, entre otros procesos políticos, aquellos primeros 20 años de consolidación de la democracia representativa (y también, sin duda, estos últimos 18 de la "revolución").

Retomando, entre 1979 y 1999, otros cuatro gobiernos: de Herrera y Lusinchi y de nuevo de CAP y de Caldera, por no hacernos rectificar exitosa y oportunamente cuando la factura petrolera se hacía insuficiente, apagaron nuestro ímpetu y aumentaron nuestras deudas, mientras le abríamos las puertas a la corrupción y a la pobreza, que luego serían las banderas de la izquierda extrema. Venezuela llegó al final del siglo XX, con una gran deuda interna y externa y al vaivén de sucesivas crisis en todos los sectores.

En 1999, llegó al poder la autodenominada revolución bolivariana, un cóctel de militares y marxistas (como se reconocería años más tarde) con la intención de terminar de destruir aquel modelo democrático de cuatro décadas, al que acusaban de ser excluyente, corrupto y alienado al imperialismo norteamericano. Ahora, cuando han detentado el poder por 18 años, nadie duda de que hayan logrado hacer un cambio político, pero agigantando los mismos errores que nos han tenido ordeñando a una industria a la que hace mucho que se le atrofiamos la capacidad para desarrollar por si misma al país.

La facilidad y cuantía de la riqueza petrolera nos ha seducido de tal manera que nos ha hecho eunucos incapaces de concebir otras formas de construir un futuro sólido y moderno y si bien el petróleo nos ha traído beneficios en este último siglo, notables al compararnos con lo rurales y enfermos que éramos en 1917, tristemente nos ha deformado más allá de ideologías y posturas políticas, haciéndonos expertos en aprovechar el poder para robar. Después de estos últimos 40 años, debemos figurar entre los países que mayor cantidad de millonarios mal habidos per cápita hemos generado, mientras que seguimos estancados o, lo que es peor, retrocediendo a toda marcha.

Venezuela ha vivido al vaivén de los precios del petróleo, sin que se hayan aprovechado los picos para ahorrar o para reducir nuestras deudas. Por el contrario, siempre que se ha podido, se ha aprovechado la garantía que nos da el vivir encima de una de las reservas de energía fósil más grandes del planeta, para anticipar los beneficios que habrá de generar nuestro petróleo en las próximas décadas y esos beneficios se han gastado antes de producirse. Sólo se han gastado. No hemos invertido para asegurarnos otras fuentes de riqueza y estabilidad.

Justo ahora, Venezuela está peor que cuando llegaron los actuales titulares del poder político. Retrocedimos en libertades, en creatividad, en oportunidades, en reservas y, en general, en todos los ámbitos y, lo que es peor, no hemos sido capaces de darnos una visión coherente y moderna de lo que somos o debemos ser y, en consecuencia, no hemos sabido cómo salir del pozo de oro negro en el que nos seguimos hundiendo.

Hemos abusado tanto de nuestra supuesta fortuna que a pesar de que de 2011 a 2014 el precio subió hasta los 100 dólares por barril, sólo uno o dos años después nos hemos sumido en una miseria y una inseguridad que, entre otras calamidades, obliga a cada vez más personas a hurgar las basuras ajenas en busca de algo comer y mantiene a tropas de jóvenes de 20 años de edad tratando de vender cafés y cigarrillos detallados para sobrevivir.

Entre otras muchas cosas, aunque como base estratégica, Venezuela necesita parir un nuevo acuerdo de unidad y un plan estratégico de largo plazo que incluya lo aprendido en el último siglo y, sobretodo, que cure nuestra adicción al petróleo. A juzgar por las poco discutidas propuestas alternativas al modelo actual de las que he leído o escuchado, tanto de los profesionales como de la gente de a pie, la adicción sigue tercamente intacta a juzgar por la manera en que las mayorías se horrorizan al oír hablar de privatizar a PDVSA.

Dadas las graves dificultades que atravesamos en este momento, parecería haber llegado el tiempo para acordar estas estrategias, sin embargo, la cotidianidad nos mantiene sometidos a un poder que se aferra y que aun siendo minoría no reconoce alternativas, sino enemigos y traidores. Mientras tanto, el país y su gente se siguen transformando en algo diferente, con valores y conductas propias de una época de guerra que, como es lógico, sólo nos tiene pendientes de qué se comerá mañana o de cómo irnos a otro país. 

¿Será que el destino espera que cambiemos nuestra mentalidad rentista antes de dejarnos pasar de página? ¿Será que por eso es que se nos ha hecho tan largo y complejo este parto?

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