Hace menos tiempo, quizás en 2010, un sábado de playa y justo a mitad de camino entre Caracas e Higuerote, una tenaz llovizna y una temperatura inusualmente fresca, nos hicieron sospechar que sería uno de esos muy pocos días venezolanos de llover sin parar. Como ya estábamos en ello, seguimos hasta la playa pero sólo hasta confirmar que el sol seguiría todo el día en mantenimiento.
Comenzando el retorno, justo en el cruce hacia Chuspa y no teniendo otro plan, tomamos la famosa vía para saber cuánto podíamos recorrer sin quedar atrapados. Luego de unos 5 minutos, aunque seguíamos avanzando sobre asfalto, la vegetación de cada lado invadía buena parte de la carretera y amenazaba con cerrarnos el paso. La lluvia continuaba pero aprovechando que las nubes tomaban un receso, nos bajamos para comprobar que el camino continuaba estrechándose y que no éramos bienvenidos por el próximo puente. Nadie más de ida o de vuelta, así que hicimos un par de fotografías y nos regresamos por donde habíamos venido hasta una mejor oportunidad.
En los últimos años, seguían las ganas de atravesar y aunque había curioseado hasta donde lo permiten las fotos de Google Maps (y no lucia tan mal), no agendaba la ocasión para volver hasta que hace pocos días una amiga me comentó, con un tono de absoluta normalidad, que había ido hasta la playa de Chuspa desde Higuerote en el carrito de un amigo. Ante mi sorpresa, me explicó que no habiendo lluvia el camino era un paseo solitario pero bastante regular y benévolo.
La Costa Verde siempre me ha atraído y, entre otras razones, me resulta muy interesante porque hasta principios del siglo 16 sólo era residencia de los indígenas Caribes que recibieron a los primeros españoles empoderados para fundar tantos pueblos católicos como fuese posible. Estos aventureros a la par de sembrar sus genes ibéricos en las indígenas americanas, organizaron las primeras explotaciones de cacao de Venezuela, convenciendo a los Caribes para que pusieran la mano de obra.
Pronto comenzó la introducción de africanos que convertidos en esclavos reemplazaron a los beligerantes Caribes que se resistían a la colonización pero que también se enfrentaban con ferocidad a las frecuentes e indeseables visitas de los piratas de El Caribe.
De esta manera, a lo ancho de la costa central de la actual Venezuela, entre un apéndice de la gran cordillera andina y el mar Caribe, fueron creciendo pueblos costeros en las márgenes de las quebradas que regaban el Cacao antes de seguir llenando el mar.
En los pueblos más céntricos, en Macuto y en La Guaira, que comenzaban a servir de puertos, nacieron caminos para subir los casi tres mil metros de El Ávila para luego bajar hacia el sur donde se extendía una incipiente ciudad que se convertiría en el epicentro de la provincia de Venezuela. Los pueblos más alejados de aquellos caminos hasta Caracas, específicamente, en el tramo más oriental de la costa, en la cara norte de los últimos 50 kilómetros de la cordillera, los pueblos apenas crecieron y la población negra fue ocupando las tierras y las faenas abandonas por los Caribes que finalmente no sobrevivirían la Colonia.
Quizás sin advertirlo, los lugareños actuales siguen conectados con el África de sus ancestros. Evidentemente, esta conexión está modificada y complementada por la interacción con las otras razas, pero se ha transformado en costumbres, recetas, música y ritos que aun vibran, saben y suenan al continente cuna de la humanidad.
Durante estos casi 500 años, la Costa Verde de Vargas ha estado casi al margen del urbanismo moderno que ha arropado a todas las ciudades y poblaciones vecinas. Por eso, cada visita incluye, además del placer de estar en un privilegiado rincón tropical, un viaje de cuatro siglos hacia el pasado. Los trazados de los pueblos siguen más o menos intactos al lado de sus ríos de agua limpia y sus cultivos artesanales. Las humildes casas, muy pocas con segundo piso, solo han cambiado el revestimiento y los techos y aunque disfrutan de electricidad, agua potable, televisión satelital y conexión telefónica, mantiene el tono colonial. En sintonía, varias posadas y hostales han surgido al margen del turismo industrial de El Caribe.
Para muchos, este deliberado aislamiento es una de las bendiciones de este enclave tan cercano y distante. Sus dos entradas por tierra, por el oeste desde Vargas y por el este desde Miranda, no terminan de ser vías modernas y confiables. Los múltiples puentes militares de un solo canal que cruzan sus ríos y quebradas, viejos y oxidados, suelen ser inhabilitados de tanto en tanto por la furia de los ríos crecidos por la lluvia, generando graves desconexiones y agrandando el mito de inaccesibilidad.
Pero volviendo al comienzo, hace pocos días tuve finalmente la ocasión de recorrer los 20 kilómetros que separan a Chirimena de Chuspa y efectivamente el paso es sencillo y rápido. Me despedí de mi leyenda personal. La vía presenta varias fallas, pocos kilómetros de tierra sin asfalto y, aunque los puentes están en su sitio, es fácil imaginar que en medio de la temporada de lluvias, ha de convertirse en una aventura solitaria y de alto riesgo. Así que la prueba se convirtió en paseo, las curiosidad satisfecha y el día valió mucho la pena al tener la oportunidad de gastar 2 horas para estar en la orilla de una de nuestras mágicas costas de hace cuatro siglos.
La Costa Verde tiene su club de fans que los fines de semana y las temporadas altas, ayudan a diversificar los ingresos pesqueros y agrícolas tras los que se le va la vida a buena parte de los 7.500 habitantes de los ocho pueblos de siempre. Como ciudadano, celebraría que haya más y mejores oportunidades para estos guaireños. Como visitante ocasional disfrutaría de un mejor mantenimiento de la carretera y de los puentes, mayor y mejor señalización, más seguridad y mucha, mucha más limpieza pero también votaría porque la Costa Verde de Vargas siga brindándonos la posibilidad de seguir viajando en el tiempo hacia aquellos primeros años del Nuevo Mundo.
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