Ser optimista en Venezuela ha sido una tarea difícil
en los últimos años pero desde 2011, más que difícil, para muchos, es una terca
estupidez.
Esta semana, la devaluación del Bolívar ha marcado
un pico histórico. En estos 31 años ha pasado de Bs. 4,30 por cada dólar a
más de 100.000 bolívares de los viejos. Pero acortando el periodo, que es lo
peor, desde agosto de 2012 al día de hoy, en sólo 25 meses, el valor de cambio ha pasado de Bs. 8.000 por dólar a los temibles 100.000 de
este viernes pasado. Es una devaluación de once y medio veces, algo así como
1.200% (y ese porcentaje es muy difícil de comprender).
Este indicador habla de un descalabro mayor,
quizá la devaluación más brutal de la que tenga conocimiento (al
menos en el momento histórico actual). La repercusión es brutal porque los
efectos se han estado sintiendo con mucha fuerza en el último par de años:
escasez, inflación y emigración.
Más allá de los graves problemas cotidianos,
esta devaluación impide a los jóvenes que intentan establecer su independencia,
adquirir un vehículo y mucho menos una vivienda, dos hitos básicos.
También esta semana oía del presidente de la
cámara de industriales de productos para el hogar que el gobierno ha hecho un
gran esfuerzo por cambiarle los dólares requeridos y aligerar los trámites, las
plantas están produciendo casi a máxima capacidad pero el desabastecimiento continúa.
El gobierno trata de aguantar y entregar dólares baratos sin embargo, el
desequilibrio es tan brutal que las importaciones y la poca producción se
diluyen hacia el contrabando de extracción como es lógico y predecible. Nuestros
detergentes, jabones y pastas de diente terminan en Colombia o Brasil donde se
venden a 10 veces el valor venezolano.
Pero por ahora la estrategia del gobierno se
sigue pareciendo a la de la entonces decadente corona española en el siglo 18
cuando le entregó el país a la compañía guipuzcoana para acabar con el
contrabando y garantizar el control del precio del cacao. Ni funcionó entonces,
ni funcionará ahora.
Esto aguantará hasta el momento en que la gente
común diga ya basta o cuando los acreedores internacionales, al no cobrar sus cuotas,
armen el gran zaperoco. ¿Cuánto falta? ¿Un año, dos? No más.
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