300
kilómetros de dejadez separan a Caracas de Puerto La Cruz, la ciudad más
importante del oriente venezolano y paso obligatorio hacia la isla de Margarita
(principal destino turístico del país), hacia Maturín (capital de nuestra principal
región petrolera), hacia Cumaná (la capital del estado Sucre) y hacia
las más importantes ciudades del sureste: Ciudad Bolívar y Ciudad Guayana.
Aunque
existe un par de rutas indirectas por los llanos en el centro y sur del país, más
de 5 millones de habitantes de la Venezuela más oriental, necesitan recurrir a
la vía “Caracas-Oriente” para trasladarse a la capital o seguir hacia el noroccidente
del país. Igual necesidad tiene el resto del país que necesita trasladarse hacia
el oriente desde Caracas.
Lo
cierto del caso es que con excepción de la salida de Caracas (hasta Caucagüa),
la llegada a Barcelona desde Puerto Píritu y un tramo adicional en Boca de
Uchire, que sumarán 140 kilómetros, los otros 160, se recorren a lo largo de
una carretera de ida y vuelta, de unos 10 metros de ancho (en sus tramos más generosos)
y que a ratos culebrea entre caseríos, pequeños pueblos, haciendas y montañas a
pocos kilómetros de la costa.
A
pesar de que hay 140 kilómetros que podrían considerarse de autopista, el estado de abandono es generalizado en toda la
ruta. Parecería que no es necesario reseñar el abandono, sin embargo, para
quienes no la conocen o no la han recorrido recientemente, todo el trayecto
está caracterizado por pavimento irregular, huecos en todas las tallas (hasta
XXXL), fallas de borde, desniveles, puentes a punto de caramelo, falta de alumbrado, de señales y ausencia
de autoridades de control y auxilio.
Más
allá de los espasmódicos y ya pálidos reclamos que se han hecho sentir
en los últimos 30 años, la resignación de los usuarios es sólo otra de las
inexplicables muestras de pasividad y conformismo de los venezolanos.
Pero
más allá del estado de la vía, el comportamiento de los usuarios también merece su par de párrafos.
A
pesar de la precariedad descrita, considerando que la mitad del trayecto tiene
un solo canal en cada dirección y que el tráfico combina, en partes iguales,
autos y transporte pesado, la velocidad promedio debe rondar los 140 kilómetros
por hora (leyó bien, si, 140 kilómetros por hora para no exagerar). Los continuos
adelantamientos irresponsables hacen del conductor de 100 kilómetros por hora un
estorbo imbécil, todo un "pajúo".
El
hombrillo (arcén) es un pasillo de peatones y ciclistas entre caseríos, incluso
de vecinos que se sientan sobre el asfalto a conversar a un metro de la velocidad y el peligro. Las
orillas de los montes, que se esfuerzan por invadir la vía, están llenos de latas,
vasos, bolsas, cartones, botellas, cauchos, restos de animales muertos, tasas,
platinas y cualquier tipo de basura que se puede arrojar o desprender del tráfico. La mayoría de los comercios son precarios y una estampa de la Venezuela
rural de principios del siglo pasado (o del antepasado).
En
algún punto del trayecto sonó en la radio Loka People de Sak Noel, una canción sobre una llamada que la intérprete le hace a un amigo para contarle de
sus vacaciones en España y yo sólo me reía pensando en que Sak le diría lo mismo si le toca
manejar de Caracas a Puerto La Cruz: “Johnny, la gente está muy loca… what de
fuck”.
En
fin, la vía a Oriente es como el dicho: “el niño llorón y la madre que lo
pellizca”.
Recién hice el viaje y estando solo
durante las casi 12 horas que dediqué a los recorridos de ida y de vuelta,
reflexionaba sobre lo que hoy está leyendo. Era tal mi indignación que mis ganas de
llegar a la casa crecían al pensar en escribir esta reflexión. Aun así, también debo añadir para despedirme, que la mayor parte de los 300 kilómetros
ofrece una combinación de colores, olores, paisajes, contrastes de clima, personajes,
flores, sabores, vegetación y viaje en el tiempo que ayudan a tolerar las
amenazas de seguridad y la falta de confort que resentimos los venezolanos que aun gustamos
de conducir entre las principales ciudades del país.